Qué puedo decirte a solas, Montevideo,
si eres capaz de matarme y de darme la vida,
si te conviertes en esa mujer a la que se desea
aunque sea vestida con las ropas de la lejanía,
mujer a la que se añora como si fuese el aire
que exigen los pulmones, al dejar de respirar,
mujer que me cura el dolor hiriente de la soledad,
y que a la vez, es capaz de clavarse en mi piel
como la herida profunda que anida en la carne.
El atardecer se prende en tus cielos,
y se desprende con su luz, pintándote de fuego,
sobre la levedad de las olas del Río de la Plata,
y te llena con la generosidad de su color ámbar,
y con la calidez del amante efímero
que llega sabiendo que se marchará después.
Ahora que estamos frente a frente,
ahora que mi mirada se empapa de ti
hasta donde tiene
nombre el horizonte,
me siento como una pregunta insignificante,
y te siento como
la respuesta que me grita
más allá de las fronteras de un viejo papel,
porque te tuve que viajar tanto para llegar,
y tuve que callar tanto para escucharte,
que no sé si soy parte de ti por el espacio,
o si tú eres parte de mí a causa del tiempo.
Pero sí sé que te camino las calles,
y sé que tú acoges
las huellas
de mis pasos de caminante,
también sé que te lucho cada día,
y que tú me prestas esa silla
en cualquier esquina
para retomar el aliento,
como si fuese un boxeador agotado,
en el cuadrilátero donde se ganan
o se pierden los días que no volverán a pasar.
“Montevideo”
©Pokit in a pocket. Chus
Alonso Díaz-Toledo.