Regresé a la alcoba
tras el destierro al que me obligaba mi insana adicción al tabaco. Hacía tiempo
que no fumaba en el dormitorio, y la cocina de la casa era el templo en el que
llevaba a cabo el ritual de fuego y humo. Ella, la mujer que en ese mismo
instante yacía sobre la cama, derrochando belleza y paz con su sueño, era la
que me había impuesto ese destierro. Es cierto que no pude negarme a esa
petición por muchas razones, todas ellas indiscutibles, pero también es cierto
que tuve momentos de, casi, rebelión, y digo casi, porque mi acción contestataria
se limitaba a pensamientos que jamás salieron de mi boca. Fue una revolución
silenciosa, puntual, de signo intelectual, por llamarlo de algún modo, que
alimentaba engañosamente la conciencia de mi mí más propio y privado. Luego
terminé agradeciendo la ausencia del olor que dejaba el tabaco en las sábanas,
y en la ropa que esperaba a ser usada en los armarios de la estancia. Además,
como toda regla que se precie de ser una regla seria y rigurosa, en esa
prohibición había lugar para las excepciones, excepciones que solían llegar
tras el sublime tiempo en el que nos compartíamos el uno al otro como solamente
sabe compartirse la piel. Entonces, y para no estar en disonancia con el
momento, solíamos compartir también la boquilla de un cigarrillo que se
convertía en pincel, decorando el aire con los arabescos flotantes que nacen de
su combustión. Nunca entramos en disputas por el hecho de fumar o no fumar en
aquel lugar, yo no era un fumador combativo, y ella tampoco pertenecía a esa
peligrosa corriente de los fumadores pasivos reconvertidos, esos que antes
militaban en el bando contrario, y que seguían los cánones de cualquier secta
que es capaz de llegar a la sangre de todas las sangres para defender la causa.
Viéndola entre las
sábanas, con la serenidad que otorga el sueño profundo, reconozco que me sentía
el hombre más afortunado del mundo. No teníamos documento alguno que acreditase
nuestra convivencia, no había letras oficiales que dijesen que éramos tal para
cual, pero sabíamos que nuestra sociedad nacía de la magia magnética que es
invisible, la que une dos polos opuestos por encima de la ley de la gravedad.
Que no tuviésemos papeles timbrados que diesen fe de nuestra unión no era por
motivos anti-sistema, ni a la creencia de que había arena de playa bajo los
adoquines de nuestra ciudad, que no era precisamente París. Simplemente éramos
y nos teníamos, sin más, y eso para los dos era suficiente, ese sin más
significaba un todo superlativo, en el que cabían todos los todos de la
consciencia universal; los grandes y los pequeños, los flacos y los gordos, los
sonoros y los silentes, los atómicos y los cuánticos, los de aquí y los de más
allá…
Dejé el ejercicio
contemplativo para retornar al lecho, lo hice intentando no interrumpir el
momento del descanso de ella. Volví a encontrarme con su olor cálido y dulce, me
reencontré con el tacto de su piel, un tacto que guardaba la memoria de mi
piel, porque la piel tiene memoria, eso es indudablemente inolvidable. Me
empapó la armonía que sólo a su lado era capaz de alcanzar, y fui acoplando mi
cuerpo a sus formas, con el cuidado que tiene el rocío cuando se posa sobre las
hojas tempranas del alba. Estaba en esa patria rectangular que no necesitaba de
banderas para ser defendida con la vida, si fuese necesario. Aún cuando extremé
el pausado acercamiento a ella, hubo un instante en el que mi llegada provocó
un leve movimiento en su cuerpo, y sin perder del todo la inconsciencia, una
sonrisa leve y tranquila se dibujó en sus labios, y una de sus manos acertó a
acariciar con ternura mi rostro. En ese movimiento las sábanas, que jugaban
decididamente en mi equipo, se deslizaron lo suficiente para dejar sus pechos
libres, pues la desnudez nos vestía a los dos. Me abracé a ella y una de mis
manos coronó uno de sus senos. Ella volvió a sonreír levemente, y me susurró
una respiración de calma, y yo me dejé llevar por el sueño, para seguir
soñándola sin los ojos abiertos.
“Indocumentados in
Love”
© Pokit in a pocket. El País de los Tejados. Chus Alonso Díaz-Toledo.